jueves, 28 de abril de 2022

Miedo a vivir

Cuando María recordaba los acontecimientos recientes y todo lo que habían supuesto en su vida y, quizás, por qué no admitirlo, en su paso tardío a la vida adulta, se veía desmadejada en aquel sofá del apartamento de Inés, que le ofrecía una tila, mientras ella solo deseaba desaparecer, escapar, diluirse en el viento o, al menos, volver a la infancia, al tiempo en que no tienes que enfrentarte a tus decisiones.


De pequeña María se sentía atraída por aquellas cajas llenas de herramientas que su padre guardaba en un rincón del patio. Eran tantas que pensaba que nunca sería capaz de aprender para que servía cada una. Le gustaba jugar con un gran imán que le pesaba tanto que tenía que cogerlo con las dos manos. Lo acercaba a una caja llena de clavos viejos que su padre guardaba para reutilizarlos y veía, divertida, como salían volando para ir a amontonarse en los extremos de aquella herradura que atraía a María tanto como al metal. Corría tras él siempre que se encaminaba al banco de las herramientas, acercaba un taburete y se subía para poder ver mejor cada maniobra de su padre. Sus grandes ojos negros no perdían detalle.

Pero lo que más le gustaba era que la llevara al taller mecánico en el que trabajaba. Allí observaba, extasiada, como soldaban, cortaban, limaban y manejaban todas aquellas máquinas. Era una nave grande y muy fría, con muchos años en sus muros, que tenía un foso central en el que los trabajadores se metían para poder intervenir en los fondos de coches y camiones. Una de las paredes estaba cubierta por una estantería que llegaba hasta el techo. Era tan grande que tenía una enorme escalera fijada a la parte alta de la pared y al suelo mediante unas pequeñas ruedas que se movían por unos rieles y permitían recorrerla de un lado a otro. Allí había cientos de cajas de tornillos, tuercas y montones de otras piezas de las que no conocía ni el nombre.

Su madre, siempre vigilante, intentaba que no llevase su mejor vestido cada vez que hacía una de estas escapadas al taller de su padre o se ponía a jugar descuidadamente con todos aquellos clavos herrumbrosos. A ella le daba igual, no lo hacía por enfadar a su madre, simplemente no se le ocurría pensar en la ropa que llevaba, había otras cosas que llamaban mucho más su atención.

Esta afición, lejos de disminuir, fue afianzándose con los años, de modo que, en su momento, no dudó en optar por la formación profesional, hasta especializarse en mecánica. Sus padres se sorprendieron con esta elección. Existía un prejuicio social que consideraba a la formación profesional como un recurso para quien no era capaz de seguir estudios superiores. Pensaban que María era inteligente y podría haber cursado cualquier carrera universitaria que se hubiera propuesto, pero no hicieron ningún comentario y respetaron su decisión. Le gustaba tanto la mecánica que sacó los estudios con muy buenas puntuaciones y, después de unos meses en prácticas, se dedicó a buscar trabajo. No lo encontró inmediatamente, pero, al fin, celebró sus veintiún años con su estreno en el mercado laboral.

El taller en el que empezó a trabajar no se parecía a aquel otro de su padre, salvo en una cosa: que todos sus compañeros eran hombres. Ser mujer en una profesión de tradición tan masculina, resultaba duro. La confianza en las capacidades de sus compañeros parecía venir dada, en cambio ella tenía que demostrarlo todo en cada momento. A pesar de ello se sentía feliz porque estaba haciendo lo que más le gustaba. Las dificultades no la arredrarían.

Durante las prácticas decidió que prefería pasar desapercibida, así que se dejó el pelo muy corto y siempre llevaba ropa oscura, de aspecto masculino y una gorra calada con visera. No varió esta costumbre cuando empezó a trabajar, aunque en el taller todos vestían un mono que los uniformaba y acababa invariablemente lleno de grasa. Ella agradecía la invisibilidad que todo esto le proporcionaba. Sonreía recordando alguna pelea que tenía de niña con su madre porque quería dejarse melena. Su madre protestaba cuando le lavaba la cabeza y le decía que el pelo corto era más cómodo. Ella luchaba durante un tiempo y, después de superado ese período en el que el pelo no está ni corto ni largo, cuando ya empezaba a parecerse a una melena, su madre se hartaba, la arrastraba a la peluquería y el ciclo volvía a empezar. Tanto pelearse para ahora llevarlo muy corto por voluntad propia.

Desde su época de estudiante María salía con un grupo de amigas los fines de semana. En esas ocasiones le gustaba lucir de forma más ecléctica, en compensación con la monotonía diaria en el trabajo. Algunas veces no renunciaba a arreglarse, ponerse un vestido bonito y unos zapatos con un poco de tacón; otras prefería ocultarse tras unos pantalones holgados, una camiseta negra y la misma gorra que llevaba al taller; y de vez en cuando disfrutaba metiéndose en la piel de algún otro personaje, como decían sus amigas. Ellas se divertían con lo que consideraban una excentricidad más de su carácter; solían decirle que salir con ella convertía los sábados por la noche en un perpetuo baile de disfraces. Pero también le advertían que se pensara un poco qué tipo de chicos quería conocer, porque con tanto jueguecito no dejaba que nadie supiera como era ella en realidad.

Sus amigas tenían claro que salían a divertirse y conocer chicos. El flirteo era el deporte preferido de ambos sexos en las noches del fin de semana, pero a María no le llenaba demasiado. Apreciaba a sus amigas, se divertía con ellas, le gustaba bailar y echaba de menos no tener la misma relación de amistad con algún chico con el que pudiese tener intereses comunes. De pequeña era tímida y callada y no acertaba a hacer amigos. Siempre se había entendido mejor con las chicas. Vivía en una población pequeña, en la que la mayoría de los jóvenes frecuentaban los mismos lugares de ocio y parecían seguir esa pauta de comportamiento: las chicas se hacían amigas, los chicos también tenían sus pandillas, y la relación entre sexos solo se daba para ligar. Así que la rara era ella. Alguna vez lo intentaba, “jugaba” un poco con el chico de turno —así es como lo describían sus amigas, sacaba temas de conversación sobre música o coches, con los que pensaba que podían tener una charla amena e interesante, pero ellos no solían estar muy interesados en conversar. María acababa frustrada o aburrida y simplemente renunciaba.

Con sus compañeros del taller no quería relacionarse fuera del trabajo. La situación en un ámbito tan masculino era más difícil para ella que para ellos. La trataban con cierta suspicacia, así que se esforzaba en demostrar que era capaz de hacer el trabajo tan bien como ellos y mantenía una cierta distancia que consideraba de seguridad, para evitar problemas.

Tantas vueltas le daba a todo esto que decidió no aceptar, por un tiempo, más invitaciones de chicos en las salidas nocturnas de los fines de semana. Se dedicaría por entero a sus amigas o a conocer amistades nuevas, pero de chicas, nada de flirteos. El siguiente sábado, mientras bailaba, se fijó en una chica que estaba apoyada en una columna y le sonreía. Parecía estar sola, pero se la veía alegre y relajada. Le gustó su expresión porque no sonreía solo con la boca, sobre todo sonreía su mirada. Tenía unos ojos verdes muy bonitos y una melena negra, como esa que ella había querido de pequeña. Vestía unos sencillos vaqueros y una cazadora de cuero. Sujetaba un vaso de tubo y observaba lo que ocurría a su alrededor.

Se acercó y se presentó:

Hola, soy María, ¿cómo te llamas?

Hola. Inés ‒se dieron un par de besos para formalizar las presentaciones.

¿No bailas Inés?

A veces. Otras veces me gusta mirar.

Anímate. Ven a bailar ‒le cogió la mano y tiró de ella antes de dejarla decir nada más.

Así conoció a Inés. Bailaron y se contaron algo de sus vidas. Inés trabajaba de contable en una pequeña empresa de suministros. Comentó que, al contrario de lo que solían decirle otras personas, a ella le gustaba su trabajo. No le parecía aburrido, como le preguntaban muchas veces. María le habló de su trabajo. Ambas rieron, sintiéndose mutuamente comprendidas. Se entendieron bien enseguida, así que María le presentó a sus amigas e Inés fue una más del grupo esa noche. Se intercambiaron los teléfonos y quedaron en volver a verse.

El martes siguiente María recibió una llamada de Inés. Podrían quedar para tomar una cerveza. Al principio declinó la invitación. No solía quedar con sus amigas durante la semana. Llegaba a casa cansada y le daba pereza ducharse y arreglarse.

Inés insistió riendo.

¡No te compliques tanto! Para tomarnos una cerveza basta con quedar a la hora que sales del trabajo, te quitas el mono y nos vemos en un sitio de camino a tu casa. Así no hay pereza que valga.

Pero tendré una pinta horrible. Esto es casi un pueblo. Daré que hablar.

Déjate de convencionalismos. Si a mí me vale ¿por qué no te sirve a ti? ¿Qué importan los demás? Se trata de tomar una cerveza, hablar, relajarnos y reírnos un rato. Y luego te vas a casa mucho más contenta que cuando saliste del trabajo.

¡Vaya! Dicho de esa forma suena fenomenal ¡Cualquiera se niega!

Cuando llegó al bar que había escogido Inés se la encontró acomodada en la barra conversando con la camarera. Se sentó en un taburete a su lado. Fue un encuentro agradable y relajante para ambas. Hablaron de sí mismas, de lo que les gustaba y el tiempo les pasó en un vuelo. Cuando se despedían Inés depositó un pequeño beso en sus labios. Fue algo suave e inesperado que sorprendió tanto a María que al momento Inés esbozó una disculpa. María le aseguró que no tenía que excusarse, le tocó el brazo con un apretón cariñoso. Sus pensamientos iban a toda velocidad: se sentía muy a gusto en su compañía, pero no esperaba nada más; no quería reaccionar mal, pero no podía fingir lo que no sentía. Una vez más su cabecita analítica exploraba la situación sin encontrar soluciones. La mirada afable y el gesto sonriente de Inés eran los de siempre, no parecía juzgarla —o eso esperaba, más bien sentía que podía seguir el curso de sus pensamientos y comprenderla sin palabras. Se relajó. En ese momento Inés la abarcó en un abrazo en el que María se fundió rindiéndose al sosiego. Se despidieron sintiéndose bien, no hacía falta nada más. Se vieron otras veces y, aunque María seguía algo perdida con aquello, se dejó llevar. Hubo más besos y caricias. Y exploraron juntas caminos que eran nuevos para ella. Y le gustaron.

Pero su mente, siempre tan reflexiva, no pudo dejar de analizar lo curioso de la situación: había conocido a Inés el día que decidió cerrar la puerta a los chicos porque nunca encontraba amigos, solo flirteos. Y al buscar una amistad con una chica encontró una relación. Las fuerzas del universo se habían puesto de acuerdo para reírse de ella, por ser tan retorcida y querer controlar todo lo que pasaba a su alrededor. Aunque el resultado no podía ser más satisfactorio. Adoraba cada minuto que pasaba con Inés. Solían verse en el pequeño estudio de Inés, una buhardilla que ella misma había arreglado, por la que le cobraban un alquiler muy bajo. También María quería independizarse de sus padres en cuanto cobrara su primer sueldo, ellos la apoyarían, siempre lo hacían, así que le había pedido a Inés que la acompañara a mirar apartamentos en alquiler, su consejo la ayudaría a decidirse.

María estaba alegre. Se había aligerado esa presión autoinfligida de tratar de controlar todo lo que pasaba a su alrededor. Tanto que bajó la guardia con ese chico nuevo, con aire tímido, que empezó a trabajar en el taller. Era delgado, con el pelo rubio, corto por detrás y con un flequillo largo y muy liso que sujetaba con una gorra similar a la que llevaba ella. Por ser el novato le encomendaron una buena carga de tareas que a los demás no les gustaban demasiado. Y como María, seguramente por ser chica, también se veía, a menudo, abocada a esas tareas, coincidían trabajando juntos en bastantes ocasiones. Ella evitaba el paternalismo, pero estaba atenta cuando su compañero necesitaba que le echase una mano. En cambio, casi nunca pedía ayuda, prefería deslomarse o romperse la cabeza con un problema, antes de dar la oportunidad a sus compañeros de que pusieran en duda su capacidad para aquel trabajo. Era consciente de que en el taller la consideraban un poco altiva, pero era el menor precio a pagar por vivir como quería.

Marcos, sin embargo, pareció sentirse a gusto con ella desde el primer día y se lo demostró abiertamente. Trabajaban bien juntos, se dejaba enseñar, lo agradecía y sabía colaborar en el trabajo sin que el género femenino de su compañera pareciera influirle en lo más mínimo. María se dejó llevar por esa sensación placentera que la elevaba un poco y la sacaba de la monotonía, al sentirse un poquito admirada y mucho más regalada por el agradecimiento sincero de Marcos. Y sí, bajó la guardia. Se tomó una cerveza con él después del trabajo, en contra de su propia norma de no salir con los compañeros del taller. Descubrió que le parecía más guapo sin la gorra. Le hacía gracia aquel flequillo que le tapaba los ojos y continuamente se apartaba con un movimiento de cabeza. La escuchaba con atención y ella se veía reflejada en unos bonitos ojos azules. El problema fue que ambos se sintieron muy bien juntos y Marcos comentó, como algo evidente, que aquello inauguraba una buena amistad. Hasta quiso brindar por ello. En ese momento a María le entró el pánico y reaccionó mal. Se puso tensa y le dijo que aquello solo era una cerveza, y que si él lo veía de otra manera quizás había sido una mala idea, de modo que mejor no volver a repetirlo y tener claro que no debían mezclar las relaciones de trabajo con las personales. Marcos se quedó de piedra. No lo entendía. Ella lo cortó, mejor sería no seguir hablando del tema, no fueran a enfadarse por una tontería cuando su relación en el trabajo era tan buena, y eso era lo que no debían de permitir que se perdiera. Se levantó, pagó su cerveza y se despidió, dejando a Marcos allí sentado, un tanto aturdido.

En los días siguientes, Marcos intentó hablar con ella del tema, pero María cortó en seco todos sus intentos. Su relación había cambiado, era incómoda y Marcos no dejaba de insistir, de modo que llegaron al acuerdo de quedar para hablar de nuevo delante de una cerveza después de salir. Y hablaron mucho. Cada uno expuso su opinión, sus deseos y sus miedos. No podían negar lo fácil que les resultaba estar juntos, hablar y reír. María, que al principio estaba muy tensa, acabó relajándose, y tuvo que admitir que la amistad que Marcos le ofrecía era esa que ella tanto añoraba, que nunca había encontrado en un chico. ¡Ya era mala suerte que tuviera que ser un compañero del taller! Pero no dio su brazo a torcer. No mezclaría trabajo y relaciones personales.

Todo esto acabó siendo un motivo de conversación y debate también entre María e Inés, puesto que ésta la notó nerviosa y quiso ayudarla con lo que le preocupaba. Inés entendía mejor que Marcos las razones de María, pero no por eso tenía una opinión clara sobre lo que podía o debía ser la mejor elección en un caso así.

Además hay algo más que debes tener en cuenta... a ese chico le gustas.

Uuuuuffff Inés, no, por favor... no vayamos al argumento facilón, no estamos hablando de eso. Él no insinuó nada por el estilo, en ningún momento.

Puede, pero creo que se deduce... ¡Lo que pasa es que tú no eres consciente de lo seductora que resultas con ese desparpajo inocente y esa bondad tuya tan a flor de piel, que resulta irresistible! ‒Inés se acercó a María y comenzó a besarle el cuello.

Si vamos por ese camino se acabó la conversación seria por el momento ‒dijo María riendo.

Vale. Ya seguiremos otro día. ¡Esto es mejor!

María rio y respondió a sus besos. Y el placer de las caricias fue borrando de su mente todo lo que no fuera el momento.

Sin embargo, al día siguiente seguía dándole vueltas a la conversación. Le preocupaba el comentario de Inés, así que aceptó otra de las insistentes invitaciones de Marcos con el único objetivo de sacar el tema y preguntárselo directamente. Lo pilló desprevenido y hasta se puso un poco colorado. Admitió que ella le gustaba, pero insistió en que lo más importante para él era que estaba bien con ella y, ante todo, quería ser su amigo y si ella no quería pasar de ahí, se conformaría. Entonces María, en un arrebato, le habló de Inés. A Marcos le cambió la cara de inmediato. Ella no supo interpretar si era tristeza, decepción, o si había algo más. Quizás no había sido buena idea sincerarse tanto. Después de todo, no conocía mucho a Marcos y aquello no era Nueva York, los prejuicios sociales flotaban por todas partes ¿Otra vez había bajado la guardia? Pero ya estaba hecho y Marcos prometió ser discreto. Inés, por su parte, no le dio importancia, aunque admitió que ella no estaba en el lugar de María, con todas esas aristas que veía a su alrededor.

Los días siguientes Marcos estuvo algo más taciturno, pero sus relaciones laborales funcionaban igual de bien que siempre, de modo que María lo encontró, incluso, cómodo. Hasta el día en que, después de ausentarse un momento para ir al baño, cuando volvía, oyó una conversación entre dos tipos a los que procuraba evitar porque eran especialmente machistas y groseros. Hablaban de ella. Se paró en seco. No la habían visto, así que retrocedió un poco y escuchó escondida.

¡Que sí tío, que me lo dijo seguro, que es tortillera!

No me extraña, ya podíamos habérnoslo imaginado ¿Qué hace una tía dándole a la mecánica, si no fuera porque es un macho escondido?

¡Pues a mí me pone un montón eso de imaginármela trajinándose a otra tía! Ahora no podré mirarla sin pensarlo ¡Voy a estar empalmado cada vez que me la cruce en el taller!

Ambos reían mientras se alejaban.

María estaba petrificada. Le entró el pánico y, de inmediato, pensó en Marcos: al final había ocurrido lo peor, se había ido de la lengua. Todo aquello era culpa de ella, por haber bajado la guardia, pero a él no le perdonaría nunca que le hubiera fallado de esta forma. ¡Adiós amistad! Se sentía tan furiosa con Marcos que no pudo evitar que se le notara. Le contestó mal en varias ocasiones y cuando él le pidió una explicación la mirada de María lo cortó en seco y él decidió que no era el momento de insistir.

Días después volvió a intentarlo. Al fin María le dijo que salieran un momento. En el exterior del taller había una zona cubierta por un tejadillo que aprovechaban los fumadores para echarse un pitillo. El suelo estaba cubierto de colillas, botes de cerveza aplastados y bolsas de plástico. Nadie parecía considerar la necesidad de una limpieza periódica. No era un sitio muy agradable, pero en ese momento estaba desierto, así que serviría para poder hablar tranquilos. Cuando ella se lo contó, Marcos le aseguró que él no había hablado con nadie, que nunca faltaría a la promesa que le había hecho. María miraba el cielo claro de un día de invierno frío y luminoso. Sintió un escalofrío mientras escuchaba a Marcos. No le creyó y él se sintió ofendido. Esa falta de confianza sí que minaba una amistad que apenas había nacido, llena de problemas, y que ahora parecía condenada a muerte definitivamente. Volvieron al trabajo con gesto de enfado. Cada uno se concentró en sus tareas y no volvieron a dirigirse la palabra en todo el día.

A partir de ese momento Marcos se mantenía serio y callado, sobre todo cuando trabajaba con María. Se mostraba más alegre en sus charlas con los otros compañeros. No volvió a invitarla ni a hacerle ningún comentario de tipo personal. María pensó, una vez más, que quizás eso sería lo más cómodo, pero esta vez su convicción se tambaleaba.

Y de nuevo escuchó una conversación inesperada: los mismos protagonistas y el mismo tema, pero esta vez hablaban de un tercero. Después de todo, no había sido Marcos, alguien la había visto con Inés. Le debía una disculpa, se había equivocado y era capaz de reconocerlo. Salió tras él cuando abandonaron el taller y le dijo que tenían que hablar, pero mejor delante de una cerveza en un sitio donde no tuviesen otros compañeros alrededor. Marcos aceptó, la escuchó y agradeció sus palabras. Le aseguró que no había rencor.

Tranquila, nada de esto afectará a nuestra buena relación en el trabajo. Pero esa constante falta de confianza que te empeñas en demostrarme es un lastre demasiado pesado para cualquier intento de amistad. Lo siento, porque me gustas de veras, pero, tal como quieres, te dejaré en paz. Entre nosotros no habrá más relación que la de dos buenos compañeros de trabajo. Es una pena.

Ella abrió la boca como para hablar, pero el gesto se le quedó congelado. No supo qué decir. No quería meter la pata de nuevo.

Esta vez fue Marcos quien se levantó, pagó su cerveza y se despidió. María sintió el resquemor de la duda, esa sensación de no saber si estaba cometiendo un error injusto y dañino para ella misma.

En los días siguientes estuvo irritable, aunque en el trabajo era donde más trataba de ocultarlo. Sobre todo delante de Marcos. Pero era allí donde más difícil se le hacía. Cada risa suya, cada conversación amistosa que él tenía con sus compañeros, la enfadaban. En todo veía una intención de dejarla de lado y hacerle pagar su actitud. Sin embargo, Marcos seguía siendo amable con ella y su comportamiento era tan correcto como siempre. ¿Quizás estaba, de nuevo, siendo injusta con él?

Todo esto le estaba afectando, cada vez se sentía más enfadada, aunque no sabía bien contra qué o contra quién, y empezó a pagarlo con Inés. Estaba irascible, saltaba por todo y acabaron por distanciarse.

Pasado un tiempo, Inés la vio más calmada y abordó el tema sin rodeos:

María, necesitas aclararte. Creo que te gusta ese chico más de lo que quieres admitir.

María empezó a protestar, pero Inés la cortó con suavidad:

Tranquila, no tiene nada de malo. Yo siempre estaré aquí para ti. Me importas mucho y siempre seremos amigas o lo que queramos ser. Pero tú ahora necesitas meditarlo y ser sincera contigo misma.

Esta simple conversación hizo añicos algo muy frágil que estaba escondido en María. De pronto se abrazó a Inés y empezó a llorar en silencio. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no emitía ningún sonido. Inés la abrazó y estuvieron así, casi sin moverse, durante una eternidad que cupo en media hora.

Cuando Inés vio que se había tranquilizado le dijo que, si quería, hablarían con calma de todo lo que la atormentaba. La dejó un momento desmadejada, más que sentada, en el sofá de su sala y se fue a la cocina a a preparar una tila. Volvió y se sentó a su lado. Le puso la taza humeante en la mesilla baja que tenían delante y le acarició la mano.

Es una tila. Tómatela mientras esté caliente. Y trata de desahogarte. Te vendrá bien.

María seguía tirada en el sofá con la mirada fija en el techo de la habitación, buscando una grieta imaginaria por la que colarse y aparecer al otro lado de un país de maravillas donde los problemas hubiesen desaparecido para siempre.

María, tómate la tila. Te sentará bien. Ayer me dijiste que duermes poco.

Y cuando duermo no descanso. Siempre que estoy agobiada tengo un sueño reiterativo. Hay algo que tengo que arreglar. No es un problema, no se trata de solucionar un malentendido, es algo material, una pieza que necesita una restauración, un arreglo. No recuerdo lo que es, pero sé que no parece complicado, simplemente tengo que hacerlo. Lo más curioso es que cuando me despierto siempre pienso que es real, que se trata de algo que de verdad tengo que hacer. Poco a poco, me voy dando cuenta de que no es así, a la vez que el sueño se va desdibujando. Aunque intente retenerlo se me escapa, no soy capaz de acordarme en qué consistía el arreglo, cómo era ese objeto, qué tenía que hacer; y esto ocurre a la vez que me voy convenciendo de que solo era un sueño, al contrario de lo que me pareció al despertarme. Son como dos ideas que viajan por la autopista de mis neuronas a la misma velocidad pero en sentido contrario.

María se incorporó en el sofá, se sentó inclinada hacia delante, cogió la taza y empezó a beber la infusión a pequeños sorbos.

Gracias Inés. Quiero pedirte disculpas. Sé que llevo días irritable, estoy furiosa todo el tiempo. Antes, Marcos y yo nos entendíamos bien en el trabajo, ahora anda de risitas con los otros y está distante conmigo.

Sin embargo podrías estar cómoda con esta nueva situación. Ya tienes separadas a las personas del trabajo de tu vida privada.

Ya...

¿Por qué crees que no es así?

En el trabajo estoy peor, me hacen el vacío. Bueno, en realidad él sigue siendo amable, pero mucho más distante. Y supongo que la amistad con Marcos me gustaba. Creo que es un buen tío. Me dijo que yo ponía muros y que la desconfianza que le había demostrado fue la gota que colmó el vaso. Que era demasiado complicada. No sé si quiere vengarse, creo que no, no me trata mal ni nada... creo que lo hace para que no le duela a él. Pero ahora me duele a mí. Y me enfada. Y no sé si estoy siendo injusta con él otra vez...

¡Ajá!

¿Qué significa esa exclamación?

Que has pasado, en un solo razonamiento, de un extremo a otro sobre lo que piensas de ese chico y sobre lo que él pueda estar haciendo o por qué.

Ya. Siempre he sido una persona insegura. No me aclaro. Me cuesta entender a las otras personas.

¿A las otras personas o a ti misma?

Bueno, a mí misma también.

Cuando levantamos muros suele ser para defendernos de algo ¿De qué te defiendes tú?

Ya lo sabes. No es fácil para una mujer hacer un trabajo que la gente considera masculino y estar rodeada de hombres.

¿La gente o tú?

A mí me gusta mi trabajo. Solo quiero estar a gusto en él.

¿Entonces por qué toda esa prevención, esos muros? ¿Por qué no tratas a tus compañeros de trabajo simplemente como compañeros de trabajo? Piensa en ellos sin ponerles género. Piensa cómo actuarías en ese caso y cómo te gustaría que fuese el ambiente en el taller. Y piensa lo que tú estás haciendo para conseguirlo o impedirlo.

Es complicado. No creo que pueda tener una actitud diferente con los compañeros si ni siquiera soy capaz de tenerla con Marcos. Tengo que decidirme a hablar con él. Pero tengo miedo de que me mande a paseo. Y no sé bien por donde empezar...

María e Inés se vieron todos los días durante esa semana. Inés la animó a hablar con Marcos, pero estaba preocupada, hasta que el viernes María entró como una tromba en su casa y empezó a contarle nada más cruzar la puerta, casi sin saludarla. Inés sonrió. Sabía lo que aquello significaba.

Lo hice.

¿?

Por fin quedé con Marcos y hablamos. Al principio me costó. No estaba muy abierto, pero me esforcé por sincerarme con él. Traté de explicarle mis prevenciones, mejor dicho, mis miedos, las razones por las que hice todo lo que hice. Vi como se iba relajando. Esta vez fui yo la que le dije que aceptaría lo que decidiéramos ambos, sin muros. Le dije todo, que la ecuación incluía mi relación contigo. Espero que no te enfades, le hablé de ti, de tu actitud abierta y comprensiva y le dije que os presentaría para que os conocierais. Fue poniendo distintas caras mientras yo hablaba, pero no me interrumpió. Al final me dijo que empezaríamos de cero, que yo le gustaba, pero que no tenía intención de volver a pasarlo mal por mi culpa. Que iríamos donde quisiéramos ir, pero siempre que no nos supusiera un problema, o cortaría de nuevo, sin más. Le dije que vale, claro, ahora me tocaba a mí ceder. Estoy contenta. Salió bien. Nos tomamos las cervezas. Hablamos de otras cosas y nos reímos. Siento que me quité un gran peso de encima.

Bien. Te noto más relajada.

Los días transcurrieron cada vez más apacibles. Ambas sentían que se había creado un lazo más fuerte entre ellas. A veces se amaban y hablaban, o reían juntas y disfrutaban de todo lo que les gustaba. En el trabajo, María se puso deberes. Cada vez que creía oír una conversación sobre ella ya no se escondía. Aparecía caminando fuerte en dirección a los que hablaban, que casi siempre se quedaban callados. Empezó a relacionarse más con sus compañeros. A preguntar y pedir ayuda en situaciones en las que antes se deslomaría en vez de admitir que necesitaba que le echaran una mano. Se esforzó por ser justa, por agradecer con seriedad la buena colaboración cuando algunos compañeros empezaron a tratarla mejor. No todos estaban dispuestos a hacer este esfuerzo, pero, poco a poco, el clima general mejoró. Y lo que no mejorase, decidió que ya no le haría daño. ¡Que cada palo aguantase su vela!

Cuando Inés le preguntó, se lo relató encantada. Hablar con Inés la ayudaba a reflexionar sobre los problemas y sobre sí misma.

¿Qué tal en el trabajo?

Poco a poco. Trato de encarar mi relación con los compañeros con más valentía. Al final, creo que también era una cuestión de miedos, como el resto. Ahora, cuando me parece que hablan de mí, no me escondo, voy hacia ellos con la cabeza alta y se callan. Marcos me trata otra vez con simpatía y me está ayudando. Me dijo que no fuera tan orgullosa, que dejara de demostrar todo el tiempo lo buena que era y que pidiera ayuda a los demás cuando la necesitara. Sigo empeñada en demostrar lo que valgo, porque creo que para una mujer en mi situación es necesario, pero de vez en cuando le digo a alguien si me puede echar una mano con algo. Y funciona. No con todos, claro, pero algunos son majos y no me había dado cuenta hasta ahora.

María recobró las fuerzas. Retomó la búsqueda de un apartamento para mudarse de la casa de sus padres. Era un proyecto que el desánimo dejó aparcado. Pero ahora Inés y Marcos la ayudaban. Con Marcos se veía después del trabajo o los fines de semana. Ahora ambos diferenciaban con facilidad su relación dentro y fuera del taller. Empezaron de cero. Iban despacio. Dentro eran compañeros, fuera amigos y muy amigos... Inés y él se habían conocido y, a veces, salían los tres. Eran las dos personas a las que más quería en este momento, después de sus padres. No podía ni quería elegir. Y ellos lo aceptaban. No podía creer la suerte que tenía. Les observaba, feliz, siempre que podía quedarse en un segundo plano, sobre todo en esas ocasiones en las que se enfrascaban en apasionadas conversaciones sobre música, un tema del que sabían mucho más que ella y que disfrutaba escuchando. Entonces parecían olvidarse de ella, casi se notaba como su amistad crecía minuto a minuto en esas conversaciones, y María sonreía aliviada mientras se dejaba mecer por el sonido de sus voces.

En esos momentos daba gracias al Universo. A veces los interrumpía con un abrazo que abarcaba a ambos y los llenaba de besos. Después retrocedía y les decía que siguieran con su conversación. Ellos la miraban asombrados y movían un dedo pegado a la sien, como llamándola loca. Y los tres reían.

María pensaba a menudo en las vueltas y revueltas del camino recorrido. Después de años de construir barreras para dejar fuera las amenazas de la vida, solo cuando dos personas inteligentes y generosas lograron escalar ese muro y ayudarla a derribarlo, ella empezó a vivir. Cuando se permitió no juzgar ni juzgarse, abrir la mente, aceptarse y disfrutar de las personas que la quieren y a las que quiere, todo empezó a ser más fácil.

Lucía Medina Navarro

marzo 2015



martes, 19 de abril de 2022

O carro que mirou a Xulia/El coche que miró a Julia

(EN CASTELLANO MÁS ABAJO)

A Lúa encantáballe pasar horas falando coa súa avoa Xulia. Sempre estaba devecendo polas súas historias. Contáballe cousas que tiñan acontecido alí mesmo pero que resultaban exóticas polo afastadas no tempo.

A avoa era unha señora grande, con aspecto de matrona. Movíase pouco e con torpeza debido a unha atrofia nas cadeiras que facía que as súas pernas se cruzaran dun xeito estraño, unha por diante da outra, o que lle impedía camiñar con normalidade. Só podía dar pequenos pasos, axudada por unhas muletas. Colocaba con dificultade o pé dereito uns centímetros máis adiante e a continuación arrastraba o esquerdo. Estes curtos movementos eran a súa única posibilidade de desprazamento. Ademais, facía tempo que os seus ollos estaban cegos debido a unhas cataratas que ninguén soubera eliminar. Isto non lle impedía recoller nun moño un pelo branco e liso que tiña saudades da fermosa melena doutro tempo. Non sempre fora cega, por iso adoecía do instinto de achegarse aos demais a través do tacto. Porén, os sentidos dos que seguía a gozar, como cando era cativa, eran o gusto e o olfato. Encantáballe comer e facíao con auténtico pracer, malia a súa avanzada idade.

Polo demais, os seus días pasaban con lentitude. A falta de mobilidade obrigáballe a reducir o seu espazo vital a dous cuartos: unha pequena estancia, onde tiña a súa cama, e un antigo salón, que facía tempo que perdera a súa función e ata o nome. Nun lado do salón, preto da ventá, colocárase unha vella cadeira de brazos feita de vimbio. O seu enorme corpo permanecía alí sentado durante case todo o día, forrado con coxíns, para evitar chagas e feridas. Case non se movía, agás para ir ao baño ou, ao final do día, cando atravesaba con esforzo os escasos metros que a separaban do seu cuarto. A ventá permanecía cuberta cuns lixeiros visos, que lle daban intimidade de cara á rúa, pero permitíanlle sentir o calor do sol que penetraba a través do cristal nos días despexados. Ese rincón constituía o espazo máis vivo daquela estancia demasiado grande, onde se amoreaban mobles vellos e descoxuntados, parcialmente tapados cunha saba. Un colchón apoiado na parede servía a Lúa de improvisado espazo de xogos. Nel deixábase caer de costas e sentía como o seu pequeno corpo rebotaba. O antigo papel que cubría as paredes adquirira co tempo un ton amarelento, case marrón. Faltaba xa en moitas zonas e as beiras rotas constituían para a nena unha irresistible tentación que facía aumentar de xeito progresivo a superficie de parede que ía quedando ao descuberto.

Ás veces Lúa pensaba, con tristura, que era unha sorte que a súa avoa non puidera ver aquela sala convertida en trasteiro. Como eses recunchos onde o vello abandóase con desleixo, decídese o inservible, ou esquécese o que un día quixemos. Como se a avoa fora un trasto máis.

Lúa adoraba á súa avoa. Moitas veces achegábase a ela paseniño e notaba, con sorpresa, unhas bágoas silandeiras que corrían polas súas meixelas engurradas cando pensaba que ninguén a vía. Canto daría Lúa, entón, por coñecer o que atormentaba aquela mente cansada de vida. Canto lle tivera gustado ser valente, preguntar, e ter as respostas. Existe algún tipo de instinto infantil, aprendido a moi curta idade, que nos alonxa do mundo adulto, aínda incomprendido, e nos coloca nunha situación de espectadores, de calados aprendices de vida ante misterios que, por alleos, nin ousamos explorar. Lúa seguía a observala calada, facíao a miúdo, mirábaa e, ao cabo, avergoñada de presenciar un intre íntimo que a ela no lle correspondía coñecer, íase de novo, paseniño, case que camiñando nas puntas.

Noutras ocasións, vía como á súa avoa se lle iluminaba a cara, cada vez que algún membro da familia, ou esa amiga de toda a vida que a visitaba de vez en cando, quedaban ao seu carón falando dos vellos tempos ou dalgunha nova que viñan de emitir pola radio. Á avoa Xulia encantáballe conversar. As visitas eran a súa única relación co mundo.

Lúa sempre estaba desexando pasar tempo con ela. En canto tiña ocasión, achegaba unha cadeiriña de madeira co asento de esparto tecido, que tiña o tamaño adecuado á súa altura, e alí sentada, cos cóbados sobre os xeonllos, a cara apoiada nas mans e os ollos fixos na súa avoa, pedíalle que lle contara algunha das súas historias. A nai de Lúa adoitaba intervir para dicirlle que deixara en paz á avoa e non estivera sempre amolándoa. Porén, a avoa ría con gusto e sempre a defendía:

Déixaa estar, non me molesta, ao contrario, acompáñame.

Nunha destas ocasións, a avoa contoulle que cando tiña a súa idade vivía nunha pequena casiña nunha aldea preto de alí. A aldea contaba só con media ducia de casas situadas na beira dun camiño que seguía cara ao monte. Ela adoitaba percorrer parte de aquel camiño para ir á fonte a por auga. Tamén cando axudaba á súa nai a levar alimentos ao mercado: ovos, ás veces algún polo, e as verduras que recollían dunha pequena horta. Cando volvían do mercado, viñan cargadas coas provisións que necesitarían ata á súa seguinte visita, que adoitaba repetirse cada mes.

O mercado era un acontecemento social no que coincidían persoas de todas as aldeas do redor. Non só era o sitio dos intercambios comerciais, senón un espazo de encontro con coñecidos e familiares e un auténtico foro de novas e informacións de todo tipo. A visita ao mercado era un baile de sons, olores e cores para aquela nena que nunca tiña ido moito máis lonxe. Mulleres e homes gritaban ofrecendo as súas mercadorías. Todo o mundo falaba, negociaba e preguntaba prezos e calidades, mesmo se non levaban o produto. Este intercambio continuo, que non sempre parecía conducir a un fin, intrigaba e seducía á cativa, que o miraba todo e escoitaba abraiada, como querendo asimilar os porqués daquel mundo dos adultos, que non era quen de comprender.

Había postos con galiñas e coellos que se axitaban e gritaban como se coñeceran o seu próximo final. Había un grande no que se amoreaban teas de todas as cores que as mulleres remexían sen parar. Os postos de froitas e verduras cambiaban coa época do ano e constituían un auténtico calendario que, xunto cos cambios de tempo, a lonxitude dos días e as noites, os partos dos animais e outra morea de datos que a natureza proporcionaba con xenerosidade, facían que os nenos aprenderan a relacionarse co seu entorno sen necesidade de estudalo nos libros. Pero o mellor de todo era o posto do panadeiro: desprendía un arrecendo a pan recen feito tan penetrante que parecía poder mascarse. O panadeiro era un home grande, cunha cara sempre iluminada por un amplo sorriso. Nunca esquecía levar ao mercado unha provisión de pequenos boliños con forma de monecos, cos que agasallaba aos nenos e nenas. Naturalmente estes eran os primeiros en arremuiñarse ao seu redor. Os máis madrugadores axudábanlle a descargar os cestos onde levaba as grandes bolas de pan, algunhas de ata varios quilos de peso e, unha vez colocado o posto, íanse co seu premio entre un rebumbio de grazas e adeuses.

Xulia sempre pensou que o seu gusto pola comida e o pracer que toda a vida lle produciran os sabores e os olores, procedía das súas vivencias naquel mercado, que se lle quedaron gravadas a lume, preservando do desgaste eses sentidos que puido conservar ata o final.

Ese era o mundo máis exótico que coñecía aquela nena. Ás veces, cando volvía do mercado, mentres camiñaba xunto á súa nai, volvíase e miraba ao horizonte, alá onde o camiño se facía máis pequeno e máis estreito, antes de desaparecer nunha curva, e pensaba como serían as cousas detrás desa curva.

Un día que Xulia se atopaba xogando diante da súa casa, viu como se achegaba algo que tiña un certo parecido cunha carreta, pero que se movía sen tracción animal. Era todo negro, de metal relucente, con un teito de lona tamén negra. Diante levaba dúas luces como dous grandes ollos que a miraron mentres se achegaba e que seguiron adiante sen volverse, case que desprezativos, con esa seguridade que da o sentirse interesante mentres te miran. Dentro ían sentadas dúas persoas, que lle sorriron e a saudaron coa man. O home suxeitaba unha gran roda, parecida ás catro sobre as que se movía o vehículo, pero máis bonita, toda de madeira brillante. A muller levaba un vestido branco e un gran sombreiro. As súas mans ían enfundadas nunhas luvas de encaixe, tamén brancas, que lle chegaban ata o cóbado. Xulia ficou abraiada e pensou que podería ser unha noiva ou se cadra unha princesa. Dende logo, era a señora máis elegante que tiña visto nunca.

Máis tarde alguén lle dixo que aquelo era un carro. Permaneceu un bo anaco mirándoo, mentres se afastaba en medio dunha nube de po, entre ruídos que asemellaban algo así como unha mestura de ruxidos e toses.


Nunca viras un carro, avoa?!

Claro que non Lúa. Estouche a falar de 1920 e eu vivía nunha aldea cunhas poucas casas.

Papá sempre conta que cando el era coma min non existían os ordenadores, pero eu pensaba que os carros existían... dende fai polo menos un século!

A avoa botouse a rir.

Tes razón, os carros existen dende fai polo menos un século, o que pasa é que a túa avoa é moi vella!.

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A Pati le encantaba pasarse horas hablando con su abuela Julia. Siempre estaba ávida de sus historias. Le contaba cosas que habían ocurrido allí mismo y que, sin embargo, resultaban exóticas por lo lejanas en el tiempo.

La abuela era una señora grande, con aspecto de matrona. Se movía poco y con torpeza debido a una atrofia en las caderas que había hecho que sus piernas se cruzasen de una forma extraña, una por delante de la otra, lo que le impedía caminar con normalidad. Solo podía dar pequeños pasos, ayudada por unas muletas. Colocaba con dificultad el pie derecho unos centímetros más adelante y a continuación arrastraba el izquierdo. Estos cortos movimientos eran su única posibilidad de desplazamiento. Además, hacía tiempo que sus ojos estaban ciegos debido a unas cataratas que nadie había sabido eliminar. Esto no le impedía recogerse en un moño un pelo blanco y liso que añoraba la hermosa melena de otro tiempo. No era ciega de nacimiento, por eso carecía del instinto de acercarse a los demás a través del tacto. En cambio, los sentidos de los que seguía gozando como cuando era niña, eran el gusto y el olfato. Le encantaba comer y lo hacía con auténtico placer, a pesar de su avanzada edad.

Por lo demás, sus días transcurrían con lentitud. La falta de movilidad la obligaba a reducir su espacio vital a dos habitaciones: un pequeño cuarto, donde tenía su cama, y un antiguo salón, que había perdido hacía tiempo su función y hasta el nombre. En un lateral del salón, al lado de la ventana, se había colocado un viejo sillón de mimbre. Su enorme cuerpo permanecía allí sentado durante casi todo el día, forrado con cojines para evitar llagas y heridas. Apenas se movía, salvo para ir al baño o, al final del día, cuando atravesaba con esfuerzo los escasos metros que la separaban de su habitación. La ventana permanecía cubierta con unos ligeros visillos, que le daban intimidad de cara a la calle mientras le permitían sentir el calor del sol que penetraba a través del cristal en los días despejados. Ese rincón constituía el espacio más vivo de aquella estancia demasiado grande, donde se acumulaban muebles viejos y destartalados, parcialmente tapados con una sábana. Un colchón apoyado en la pared servía a Pati de improvisado espacio de juegos. En él se dejaba caer hacia atrás y sentía como su pequeño cuerpo rebotaba. El antiguo papel que cubría las paredes había adquirido un tono amarillento, casi marrón. Faltaba ya en muchas zonas y los bordes rotos constituían para la niña una irresistible tentación que hacía aumentar de forma progresiva la superficie de pared que iba quedando al descubierto.

A veces Pati pensaba, con tristeza, que era una suerte que su abuela no pudiese ver aquella sala convertida en trastero. Como esos rincones donde lo viejo se abandona con descuido, se decide lo inservible, o se olvida lo que un día quisimos. Como si la abuela fuese un trasto más.

Pati adoraba a su abuela. Muchas veces se acercaba a ella con sigilo y notaba, con sorpresa, unas lágrimas silenciosas que corrían por sus arrugadas mejillas cuando pensaba que nadie la veía. Cuánto hubiera dado por conocer lo que atormentaba a aquella mente cansada de vida. Cuánto le hubiese gustado ser valiente, preguntar, y tener las respuestas. Existe algún tipo de instinto infantil, aprendido a muy tierna edad, que nos aleja del mundo adulto, aún incomprendido, y nos coloca en una situación de espectadores, de callados aprendices de vida ante misterios que, por ajenos, ni osamos sondear. Pati seguía observándola callada, lo hacía a menudo, la miraba y, al rato, avergonzada de presenciar un momento íntimo que a ella no le correspondía conocer, se iba de nuevo, despacito, casi de puntillas.

En otras ocasiones, veía cómo a su abuela se le iluminaba la cara, cada vez que algún miembro de la familia, o esa amiga de toda la vida que la visitaba de vez en cuando, se quedaban a su lado hablando de los viejos tiempos o de alguna noticia que acababan de emitir por la radio. A la abuela Julia le encantaba conversar. Las visitas eran su única relación con el mundo.

Pati siempre estaba deseando pasar un rato con ella. En cuanto tenía ocasión, acercaba a su sillón una sillita de madera con el asiento de esparto tejido, que tenía el tamaño adecuado a su altura, y allí sentada, con los codos sobre las rodillas, la cara apoyada en las manos y los ojos fijos en su abuela, le pedía que le contase alguna de sus historias. La madre de Pati solía intervenir para decirle que dejara en paz a la abuela y no fuera siempre a importunarla. Pero la abuela se reía con gusto y siempre la defendía:

Déjala estar, no me molesta, al contrario, me hace compañía.


En una de estas ocasiones, la abuela le contó que cuando tenía su edad vivía en una pequeña casita en un pueblo cercano. El pueblo contaba solo con media docena de casas situadas a orillas de un camino que seguía en dirección a la montaña. Ella solía recorrer parte de ese camino para ir a la fuente a por agua. También cuando ayudaba a su madre a llevar alimentos a un mercado cercano: huevos, a veces algún pollo, y las verduras que recogían de una pequeña huerta. Cuando volvían del mercado, venían cargadas con las provisiones que necesitarían hasta su siguiente visita, que solía repetirse cada mes.

El mercado era un acontecimiento social en el que coincidían personas de todos los pueblos de los alrededores. No solo era el lugar de los intercambios comerciales, sino un espacio de encuentro con conocidos y familiares y un auténtico foro de noticias e informaciones de todo tipo. La visita al mercado era un baile de sonidos, olores y colores para aquella niña que nunca había ido mucho más lejos. Mujeres y hombres gritaban ofreciendo sus mercancías. Todo el mundo hablaba, negociaba y preguntaba precios y calidades, aunque no se llevasen el producto. Este intercambio continuo, que no siempre parecía conducir a un fin, intrigaba y seducía a la niña, que lo miraba todo y escuchaba asombrada, como queriendo asimilar los porqués de aquel mundo de los adultos, que no era quién de comprender.

Había puestos con gallinas y conejos que se agitaban y gritaban como si conociesen su cercano final. Había un tenderete grande en el que se amontonaban telas de todos los colores que las mujeres revolvían sin parar. Los puestos de frutas y verduras cambiaban con la época del año y constituían un auténtico calendario que, junto con los cambios de tiempo, la longitud de los días y las noches, los partos de los animales y otro sinfín de datos que la naturaleza proporcionaba con generosidad, hacían que los niños aprendiesen a relacionarse con su entorno sin necesidad de estudiarlo en los libros. Pero lo mejor de todo era el puesto del panadero: desprendía una fragancia a pan recién hecho tan penetrante que parecía poder masticarse. El panadero era un hombre grande, con una cara colorada y siempre iluminada por una amplia sonrisa. Nunca olvidaba llevar al mercado una provisión de pequeños bollitos con forma de muñecos, con los que obsequiaba a los niños. Naturalmente estos eran los primeros en arracimarse a su alrededor. Los más madrugadores le ayudaban a descargar los cestos donde llevaba las grandes hogazas, algunas de hasta varios kilos de peso y, una vez colocado el puesto, se iban con su premio entre una algarabía de gracias y adioses.

Julia siempre pensó que su gusto por la comida y el placer que toda su vida le produjeron los sabores y los olores, procedía de sus vivencias en aquel mercado, que se le quedaron grabadas a fuego, preservando del desgaste esos sentidos que pudo conservar hasta el final.

Ese era el mundo más exótico que conocía aquella niña. A veces, cuando volvía del mercado, mientras caminaba junto a su madre, se daba la vuelta y miraba al horizonte, allá donde el camino se hacía más pequeño y más estrecho, antes de desaparecer en una curva, y pensaba cómo serían las cosas detrás de esa curva.

Un día que Julia se encontraba jugando delante de su casa, vio acercarse algo que tenía cierto parecido con un carro, pero que se movía sin tracción animal. Era todo negro, de metal brillante, con un techo de lona también negra. Delante llevaba dos luces como dos grandes ojos que la miraron mientras se acercaba y que siguieron adelante sin volverse, casi despreciativos, con esa seguridad que da el sentirse interesante mientras te miran. Dentro iban sentadas dos personas, que le sonrieron y la saludaron con la mano. El hombre sujetaba una gran rueda, parecida a las cuatro sobre las que se movía el vehículo, pero más bonita, toda de madera brillante. La mujer llevaba un vestido blanco y un enorme sombrero. Sus manos iban enfundadas en unos guantes de encaje, también blancos, que le llegaban hasta el codo. Julia quedó asombrada y pensó que podría ser una novia o quizás una princesa. Desde luego, era la señora más elegante que había visto nunca.

Más tarde alguien le dijo que aquello era un coche. Permaneció un buen rato mirándolo, mientras se alejaba en medio de una nube de polvo, entre ruidos que se le antojaron algo así como una mezcla de rugidos y toses.


¡¿Nunca habías visto un coche, abuela?!

Por supuesto que no Pati. Te estoy hablando de 1920 y mi pueblo era una aldea con un puñado de casas.

Papá siempre cuenta que cuando él era como yo no existían los ordenadores, pero yo creía que los coches existían... ¡desde hace por lo menos un siglo!

La abuela se echó a reír.

Tienes razón, los coches existen desde hace por lo menos un siglo, ¡lo que pasa es que tu abuela es muy vieja!.

 

Lucía Medina Navarro


martes, 22 de febrero de 2022

Alternativas reais á crise desde o Consumo Responsable

O presente artigo escribino en nome da Asociación de Comercio Xusto e Consumo Responsable A cova da Terra, de Lugo, e foi publicado no xornal dixital Praza Pública en abril de 2012:
http://praza.com/opinion/230/alternativas-reais-a-crise-desde-o-consumo-responsable/#dsq-comment-502564994
Dez anos despois, coa asociación xa desaparecida, mentres revisaba escritos gardados no ordenador, sorprendeume –ou quizais non tanto– ver que, aínda que os datos poidan estar obsoletos, o artigo é perfectamente asumible na actualidade. Unicamente revisei os enlaces das referencias. Da medo que os problemas nos que estamos sumerxidos neste terrible sistema capitalista que nos envolve, non só non melloran senón que se enquistan e empeorar de continuo.


Neste proceso que estamos a vivir, de asentamento feroz do sistema capitalista ata as súas últimas consecuencias, o capital dita as regras polas que teñen que rexirse, tanto o mercado internacional, como as relacións laborais, e ata os gobernos, teoricamente soberanos. A mostra máis clara témola nas recentes actuacións do sistema financeiro, que deron lugar a esta mal chamada crise, e nas decisións que seguiron, co apoio incondicional aos bancos utilizando o diñeiro público en cantidades vergonzantes, para seguir enriquecendo aos que controlan estes mecanismos, mentres se recorta en servizos sociais básicos, se cuestiona o público, se eliminan empregos, se baixan salarios e, en definitiva, se socava todo o que permite a vida digna das persoas, en favor dunha nova acumulación de capital e poder nunhas poucas mans.
Os bancos levan tomado un billón de euros do Banco Central Europeo, para tapar os seus buracos especulativos, a un interese dun 1%, a metade o ano pasado e a outra metade a principios deste, cifras que non terán que devolver ata dentro de 3 anos. Pero é que nos anos anteriores a suma dos “rescates” aos bancos de toda Europa supuxo uns 4,6 billóns de euros, o que equivale aproximadamente a 11.500 euros por habitante. Isto non é novo. O sistema capitalista leva moito tempo facendo o seus experimentos polo mundo adiante. En cifras que quizais non estean totalmente actualizadas, pero que, en todo caso, poderán ser aínda peores: as 50 empresas transnacionais máis grandes do mundo teñen vendas maiores que o PIB dos 150 países máis pobres do planeta; as 225 persoas máis ricas acumulan máis diñeiro que o 47% da poboación  máis pobre; en España, en 2008, o PIB per cápita era de 30.621 euros, pero no reparto, o 19% da poboación controla o 77,5% do PIB que está en mans privadas, mentres ao 81% restante lle toca o 22,5% do PIB que está en mans privadas; desde os anos 60 ata os 90 as diferenzas existentes entre os habitantes máis ricos do planeta (20% de la poboación mundial) e o 80 % máis pobre, aumentaron dun 30 % ata un 82 %, e esa tendencia estase a acrecentar, sen ir máis lonxe, o dono de Inditex segue a escalar postos no ranking dos homes máis ricos do planeta, é dicir, os ricos seguen facéndose máis ricos e os pobres máis pobres; en 2010 España situouse no terceiro posto do mundo en producir un maior número de ricos declarados, ata un 18% (129.000 persoas) de incremento, mentres o desemprego crecía practicamente nesa mesma proporción (21%).
Por iso a crise non é algo temporal que se poda resolver coas mesmas premisas que a crearon. Por iso dicimos que isto, máis que unha crise, é o resultado lóxico do funcionamento de este sistema capitalista, que pon ao capital por riba das persoas.
Desde unha organización como A Cova da Terra, lembramos sempre que o xurdimento do comercio xusto se debeu a unha reivindicación lanzada polos países do Sur, para denunciar as inxustas relacións económicas e comerciais internacionais, que condenaban a boa parte da poboación mundial á pobreza ou a condicións laborais absolutamente indignas. Resultaba doado mirar cara a outro lado cando pensabamos que nada disto nos ía afectar de preto, pero os recentes acontecementos, os xa indicados e tamén a recente reforma laboral, que supón un cambio total de base no modelo de relacións laborais, indican claramente en que lado da balanza estamos cada un de nós. Igual que vimos sinalando desde hai anos, agora tamén podemos escoller entre deixar que este sistema siga a ditar as regras que están a empobrecer cada vez a máis persoas en todo o mundo, ou podemos tentar cambiar as cousas desde distintas frontes.
Unha desas frontes é o noso xeito de vida, empezando polo consumo e tendo en conta toda a cadea, desde as persoas produtoras ás consumidoras, as nosas relacións coas empresas, o tipo de produción e consumo que fomentan, e a propia utilización do diñeiro e as súas consecuencias. Quizais nos sorprenda descubrir que con cada pequeno acto de consumo (tomar un café, comprar uns zapatos…) estamos a posicionarnos sobre temas tan importantes como a distribución da riqueza no mundo ou os dereitos humanos e laborais. Normalmente infravaloramos o poder do consumidor/a para facer cambiar as regras do mercado.
No Estado Español o 81% da poboación compra os seus alimentos e outros produtos nalgunha das grandes cadeas de distribución, e tan só 5 empresas e 2 centrais de compras controlan o 75% de toda a distribución alimentaria. A gran distribución concentra o 60% do valor de beneficio monetario que xera toda a cadea agroalimentaria, o que supón unha competitividade inasumible por parte do pequeno comercio e, por tanto, un maior acaparamento de poder económico por parte desas grandes empresas. Os produtores/as non deciden os prezos, que en moitos casos están por debaixo do custe de produción, e multiplícanse ata por sete desde a orixe ata o destino. Por outra banda, o 20% da poboación mundial (que vive nos países enriquecidos) consome o 80% dos recursos do planeta, namentres máis de 1.200 millóns de persoas viven con menos de 1 euro ao día.
Fai falta un cambio, por tanto, no noso modelo de consumo. A nivel individual podemos e debemos optar, en primeiro lugar por diminuír e racionalizar o noso consumo. E podemos variar a nosa cesta da compra, apostando polos mercados locais, e os produtores/as máis próximos, moito mellor si producen en ecolóxico. Cada vez é máis fácil participar en cooperativas de consumo ecolóxico e organizacións de comercio xusto, que permiten pedir información para restablecer os vínculos de confianza sobre a orixe dos produtos e achegar o consumidor ao modelo de produción. Cando isto non sexa posible, o pequeno comercio de proximidade permite manter o tecido social dos nosos pobos e cidades e xera postos de traballo. Existen, así mesmo, empresas de economía solidaria, que poñen ás persoas por riba do beneficio económico. E opcións de banca ética, que poñen a traballar o nosos diñeiro en favor das persoas e dos proxectos social e ambientalmente respectuosos, en vez de apoiar á banca convencional, con toda a súa traxectoria de espolio do diñeiro público, comercio de armas e abusos á poboación. Podemos e debemos escoller esas opcións diferentes, sinalándolle ao sistema os métodos produtivos, laborais e comerciais que aprobamos e os que condenamos1.
A nivel colectivo, é importante analizar as condicións que o sistema impón para dificultar estas opcións, e empezar a reivindicar que parar conseguir que os produtores poidan vivir dignamente, cultivando produtos de calidade ligados á súa realidade social, ecolóxica e cultural, necesitamos uns mercados locais viables e necesítamos normativas que apoien a produción ecolóxica en vez de “multala” como ocorre actualmente. Por exemplo, o custe do selo de garantía non debería repercutirse no produto ecolóxico, é máis, debería existir unha taxa, superior ao que agora supón ese selo, pero aplicada á contaminación que provoca a produción convencional; actualmente o sobreprezo fai menos competitivos aos produtos máis sans e respectuosos co medio. Do mesmo xeito, as medidas de control da contaminación dos cultivos ecolóxicos están a repercutir negativamente sobre o propio produtor ecolóxico, cando este debería ser protexido, e as esixencias de coidados, distancias e responsabilidades na contaminación (casos vergonzosos teñen ocorrido cos transxénicos) deberían apuntar a quen contamina.
Sería moi longo falar aquí de todas as experiencias interesantes que se están a dar e que tentan cambiar a concepción sobre a calidade de vida que nos ven de ensinar o sistema actual. Deixaremos só dous exemplos para que poidades seguir investigando: as moedas complementarias (bancos de tempo, sistemas monetarios alternativos e complementarios, sistemas de troco, etc.) e as reivindicacións dunha renda básica universal2.
Coñecer e probar novas estratexias que nos fagan libres respecto a un sistema depredador permitirá que poidamos loitar tamén de xeito colectivo por un cambio real para todas e todos.

1PARA SABER MÁIS:
http://www.economiasolidaria.org/
https://es.wikipedia.org/wiki/Consumo_responsable
https://coop57.coop/
https://www.fiarebancaetica.coop/
https://www.somenergia.coop/es/
https://somosconexion.coop/

2PARA SABER MÁIS:
https://www.researchgate.net/publication/322966307_Monedas_complementarias_dinero_con_valores
https://es.wikipedia.org/wiki/Moneda_complementaria
https://www.bdtonline.org/
https://rentabasicadelasiguales.coordinacionbaladre.org/
http://www.rentabasica.net/